martes, 29 de noviembre de 2011

Sueña


Lo había escuchado más de una vez, pero no le había dado importancia. Uno más de tantos tópicos que el adolescente oye, que el joven retiene durante segundos y minutos, y que el adulto novel hace como que entiende sin entender realmente.
Pero él finalmente lo comprendió. Y el tópico descendió ante sus ojos con forma de verdad universal y las lágrimas acudieron a aplaudir su iniciación en la logia de los que tienen el corazón partido y repartido, y que hilvanan los pedazos con la aguja de la risa y el hilo del llanto.
Cada vez que lo abrazaba, un alfiler romo se le clavaba, y la herida desprendía el olor dulce de la putrefacción, supuraba el vapor ácido de la infelicidad a medias, a tercias, a décimas.
Y lo bañaba, y cada vez que lo hacía un grano de arena se sedimentaba en su aurícula izquierda, y proyectaba su sombra en la derecha, y sus ventrículos acusaban la oscuridad repentina del tono de la sangre. Salaban sus lágrimas el agua espumada con que enjugaba su pequeño cuerpo.
Y lo vestía, y al poder hacerlo, al poder elegir su ropa, su manos se crispaban y se le atragantaba el alma. Pensaba en el frío silente de la impotencia, en la fortaleza de las bestias que no enferman aún durmiendo al raso, en cuántas veces puede pensar un ser humano que va a morir antes de hacerlo.
Y cada vez que reía, que su belleza explotaba ante sus ojos como los fuegos artificiales del fin del milenio, como una bandada de aves que levanta el vuelo, como el Sol que se enciende y se apaga entre las nubes grises de corcho, cada vez que eso ocurría, se decía a sí mismo, si muero mañana, si muere él, si muere cualquier trozo de mi alma, he de tener presente que un día lo bañé, lo vestí, lo abracé y lo vi reír. Y hoy mismo, hoy que tantas tribulaciones enturbian mis minutos privilegiados, mis horas de rey, mis días de dios, que pierda el oído, el olfato y la vista, que me arranquen las yemas de los dedos y me quemen las plantas de los pies con brasas si por un instante no recuerdo que soy el hombre más afortunado del universo.
Lo había escuchado más de una vez, pero no lo había querido creer. No tener compasión, no compadecer, ser inmune al sufrimiento ajeno era su postura por defecto, como la de tantos otros, con las contadas excepciones imprescindibles para no considerarse un hijo de puta.
Pero entonces, teniendo a su hijo delante, supo que aquello era cierto. Que uno no podía ponerse en la piel del otro mientras no comprendiera que ese alguien es hijo, es hermana, es madre, es abuelo, y que esa comprensión se despierta cuando tu carne se desdobla, cuando se es consciente de la vulnerabilidad de un ser indefenso al que se ama sin control.
Pobres de todos aquellos que no pueden abrazar a sus hijos porque la guerra, la pobreza o el terror los ha desplazado a miles de kilómetros de ellos, porque están en presidio, porque los perdieron.
Pobre de todos aquellos que han de verlos morir de hambre, de frío, entre sus brazos. Que me arranquen el corazón y pongan hielo y piedras en el hueco.
Y él pensaba todas estas cosas mientras sonreía a su hijo, mientras le besaba y le leía cuentos; mientras le contemplaba en su cuna, abrigado y plácidamente dormido.
Sueña, bebé. Sueña. Si cuando despiertes, no estoy a tu lado, espero que alguien te cuente que un día toda la vida fue nuestra.

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